Por: Cayetano Coll y Toste
Habiendo dispuesto los Reverendos Padres Jerónimos, en 1519, que la Cibdad de Puertorrico fuera trasladada de Caparra a la Isleta, donde actualmente se encuentra, comprendió su fundador Ponce de León que sus enemigos habían triunfado en el litis entablado en su contra desde los tiempos de Juan Cerón, con el fin de trasladar a otro punto de la isla el primer burgo cristiano. Resolvió, por ende, el Conquistador irse a poblar el Biminí y la Florida, descubiertas por él en la Pascua de 1512.
Gran organizador el Leonés, preparó diestramente su expedición, y el 26 de febrero de 1521, se hizo a la vela desde el puerto del viejo San Germán, a la desembocadura del Guaorabo, con rumbo a los citados países, en demanda de nuevas aventuras por aquella azul lontananza.
Al poco tiempo se supo en San Juan, el desastre del desembarco de los expedicionarios en La Florida y los combates sangrientos con los terribles indios Seminólas, así como la necesidad apremiante de Ponce de León, herido gravemente en un muslo, de reembarcar su gente y replegarse a la Habana, donde falleció.
La familia del Conquistador, apesadumbrada, cerró la casa de Caparra y se vino a vivir a la incipiente ciudad, a la Casa Blanca, que entonces era toda de madera, al amparo de García Troche, casado con la hija mayor del Adelantado de Biminí y la Florida, y que desempeñaba el cargo de Alcayde de la Fuerza.
El inmenso caserón de dos pisos, fabricado en Caparra, con todos los bajos de tapiería, fuerte, almenado y con saeteras, y los altos de recias maderas del país, con un amplio balcón a la redonda de los cuatro costados, donde solía pasearse el Conquistador muy a menudo; y las techumbres y la gran buharda con rojas tejas de Castilla, traídas de La Española, quedó todo ello entregado a un fiel guardián, chapado como los antiguos indomables vasallos, natural también de Tierras de Campos, como su señor, y a quien el Capitán Poblador distinguía cariñosamente llamándole «mi buen Gaspar de Hinojosa».
II
— Señor Alcayde. ahí fuera está Hinojosa de Caparra, que quiere hablar con Su Merced.
— Que pase.
El viejo soldado penetró con paso firme al saloncito de retén de la Fuerza, donde García Troche despachaba oficialmente. Quitóse su vieja gorrilla de cuartel y esperó a ser interrogado.
— ¿Qué deseas, Hinojosa? — dijo el Alcayde.
— Señor, vengo a comunicar a Su Merced, que he tenido que dejar la casa del Capitán don Juan, en cuyos bajos vivía cómodamente con mi familia y trasladarme a un descabalado bohío, un cuchitril, algo lejos, para complacer a mi mujer y mis hijas, Y como arriba, en los pisos altos, hay intereses que custodiar, necesito que se me auxilie con un par de guardianes de confianza, que puedan allí pernoctar.
—¿Y por qué tu familia no quiere vivir en la casa del Adelantado, siendo tan cómoda?
— ¡Señor — dijo Hinojosa, con las mejillas lívidas y visible turbación-, la casa está encantada...!
— ¿Cómo encantada?
— Señor, después que se recibió la noticia de la desgraciada muerte del señor don Juan, a los pocos días se empezaron a sentir ruidos en la parte alta de la casa.
Mí mujer me llamó la atención varías veces y yo lo atribuí a las ratas; pero una noche, que estaba desvelado, sentí andar en el balcón. Las pisadas no podían confundirse, a pesar de que silbaba un recio viento turbonado en la cañada. Eran pisadas fuertes de botas. Sigilosamente me eché fuera de la cama, empuñé el espadón y por la puertecilla trasera me salí al batey. Las hojas secas de los árboles inmediatos rodaban en torbellinos por el suelo. Había un poco de claridad lunar. Yo miré con cautela hacia el balcón y quedé sobresaltado. Se me cayó la espada de la mano. ¡Señor! Distinguí perfectamente al Capitán don Juan, de espalda. Llevaba su peto, su casco, sus botas y su tizona. Marchaba majestuosamente, como si se paseara a lo largo del balcón. ¡Cuántas veces en vida le vi recrearse así ! ¡No era una sombra, era la realidad.! Refugióme, señor, a mi cuarto, esperé a que amaneciera, y sin decir nada a mi mujer ni a mis hijas, las mandé al rancho indicado y me he venido a San Juan a dar cuenta a Su Merced de lo que ocurre.
E Hinojosa aterrizó su mirada; y pálido y sudoroso se quedó esperando órdenes.
— Bien -dijo García Troche secamente—. Daré parte al señor Obispo Manso. Se dirán misas por el descanso del alma del Adelantado. Y se asperjerá con agua bendita toda la casa por si son maleficios de Satanás. No digas a nadie, absolutamente, lo que me acabas de referir.
García Troche conferenció con Su Ilustrísima Alonso Manso, y se tomaron las medidas indicadas.
III
Al mes de haber ocurrido el suceso relatado hubo una gran tormenta, que casi dejó destruida la ciudad. El Alcalde, Pedro Moreno, quedó arruinado y García Troche le prestó la casa de Caparra, ínterin reedificaba la de la Capital, arrasada por el ciclón. Cuál no sería el asombro del Alcayde de la Fuerza al ver aparecer a Moreno al día siguiente y decirle pálido, amohinado y con acentuada agitación nerviosa:
— Amigo mío, afortunadamente no llevé mi familia a Caparra.
— ¿Por qué?— le replicó García Troche.
— ¡Pues sencillamente, porque esa casa está encantada! ¡A la media noche sale el Adelantado, vestido en son de guerra a pasearse por el balcón...!
— Vamos, vamos, Moreno, os habéis dejado sugestionar por el supersticioso de Hinojosa.
— Nada de eso. García Troche. Hinojosa me preparó un aposento de los altos. Y a la media noche, sentí que pisaban fuertemente en el balcón. Me vestí. Abrí sigilosamente una ventanilla y vi, de refilón, pasar al Adelantado. Iba hablando y gesticulando. Y llevaba en la diestra el espadón...
— Pero, ¿le visteis la cara?
— Para qué, si era él. Su estatura, su modo de andar. Su casco y su peto. Lo conocí en seguida. La silueta del Adelantado se destacaba en aquella lobreguez de la noche vigorosamente. Se oía bien claro el retintín acompasado y metálico de sus doradas espuelas. Cerré cuidadosamente la ventanilla y aquí me tenéis. ¡Yo no me meto con la gente del otro mundo! ¡Ni por un cuento de maravedises de oro, llevo mi familia a Caparra...!
IV
García Troche volvió a hablar con el señor Obispo.
— Mandaré al alguacil de la Santa Hermandad para que le demande, a ver qué pide de nosotros el Capitán don Juan — replicóle su Ilustrísima, arrugando su ancha frente.
El alguacil Pérez de Zúñiga con cuatro corchetes, después de confesar y comulgar, vestidos de paño negro, se trasladaron a Caparra, a fin de pernoctar en la casa del Adelantado e interrogarle de parte del Santo Oficio. Hinojosa los hospedó en los bajos y quedaron en vela todos. A la media noche se empezaron a sentir los ruidos.
— En verdad, Pérez, que estás metido en un lío muy peligroso. Recordad que el Capitán Poblador, tenia en vida un genio muy fuerte, que nadie se lo podía aguantar— díjole el fiel Hinojosa.
— No embargante —contestó Pérez de Zúñiga-. Yo me ceñiré a cumplir con mi deber. Sólo debo interrogarle, como alma del otro mundo, qué pide de los que quedamos en éste. ¡Y pax Christi...!
Hinojosa abrió la puerta excusada y se deslizó al batey. Detrás de él Pérez y los corchetes. La noche tenia el claror astral. A ras de tierra, contiguo a la maraña salvaje del boscaje cerca de la quebrada, flotaba una neblina gris, diáfana. Aquellas brumas parecían un grupo de fantasmas. El espíritu humano acoge con fervor lo misterioso. Plañía fuertemente el terral entre las branquias de una gran ceiba. El terror se apoderó de improviso del pecho de todos, Pérez de Zúñiga sintió un hondo desadosiego.
— Hinojosa —dijo quedamente el alguacil al guardián—, te vamos a pedir un favor.
— Diga, Pérez de Zúñiga.
— Pues, tú serás testigo en el día de mañana ante el Santo Oficio, que el Capitán pide misas y oraciones. ¡Porque lo que es hijo de mi madre, no sube esa escalera a habérselas con el Adelantado ...!
Y se pasaba la mano por la frente llena de copioso sudor.
— ¡Tampoco nosotros! — dijo el más audaz de los corchetes.
Intentaron orar y no pudieron. Un silencio mortal reinaba en aquella soledad. En el balcón se destacaba distintamente la alta figura del Conquistador, que marchaba con paso fuerte y acompasado. Soplaba recio el terral. Acongojados se acogieron los vigilantes a los bajos del caserón, acuciados por el miedo.
V
La casa de Caparra fué desalojada, y todos los enseres y recuerdos de Juan Ponce de León fueron trasladados a la Capital. El caserón fué clausurado después de llevar a la ciudad todo lo utilizable. Más tarde se utilizaron las maderas y quedaron en ruinas las tapierías, Hoy se encuentra con gran dificultad parte de los cimientos.
A los cinco años de ocurrir estos sucesos, decía un padre dominico al Prior del Convento:
— Acabo de confesar en artículo de muerte al viejo cacique Adamanay, tan adicto al Conquistador, y me ha referido que todos los días, después de haber sabido la muerte de don Juan, dejaba a media noche el conuco y se iba al caserón de Caparra y se ponía, el muy osado, la armadura completa del Capitán; siendo su ufanía pasearse un buen rato por el amplio balcón de la casa. Preguntado por qué hacía eso, me contestó enfáticamente, con el gesto sincero de un convencido: «Para adquirir el valor y la destreza del señor don Juan, que era un gran guerrero.»
¡Los indígenas de las Antillas tenían sus creencias raras, aunque en cuestión de creencias supersticiosas todos los pueblos tienen sus extravagancias ...!
Tomado de: http://pueblosoriginarios.com/textos/coll/encantada.html
0 comentarios:
Publicar un comentario